«El Pintoso» o «El Indio Boy», como era presentado en las grandes veladas de boxeo profesional, nos deja una valiosa enseñanza sobre la resiliencia.
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ÚLTIMO CAPÍTULO
ÁNGEL MIGUEL PÉREZ MARTÍNEZ.
Una cuarta corona brilla sobre mi cabeza. Su peso me hunde. En el ring, sigo siendo un guerrero sin fisuras. Fuera de él, la pelea es otra.
Colombia me recibe con aplausos; la fama, con sus trampas. Todos creen que soy un hombre poderoso, lleno de dinero, pero lo mío sigue siendo solo brillo, solo ruido.
En esta pelea mundialista, otro se lleva la fortuna y a mí solo me quedan migajas, como siempre. La gloria me embriaga, me hace sentir intocable.
Las tentaciones están por todas partes, y el vértigo de la caída no me asusta. Me pierdo en la euforia, en los falsos amigos, en las noches que se llevan mis pocos billetes.
Maludys, madre de mis tres hijos, la mujer que me ha esperado con paciencia, empieza a escuchar rumores. No, verdades. Verdades hirientes que la empujan lejos de mí.
Herida, acude a la justicia. Me señala como un padre que no responde. Exige una cuota de alimentos que no puedo pagar. Sus palabras son golpes certeros en mi pecho.
Michael, Danny y Pamela merecen más, sí, pero mis promesas suenan vacías. El campeón que nunca retrocede en el ring cae fuera de él.
Entre peleas de gallos, parrandas y mujeres, el saldo se agota. Se acaba lo poco que Iván me dio, otra vez «prestado».
Dice que ya me gasté todo. Para demostrármelo, me lanza sobre la mesa un fajo de papeles llenos de números y letras. No sé qué dicen.
No tengo salida. Ahora, ni siquiera eso. El Juzgado de Familia de Sincelejo me prohíbe salir del país y mi carrera está en los Estados Unidos. Solo tengo una opción: huir.
Escapo de las consecuencias de mi soledad, de la mala suerte de no haber tenido a alguien que me empujara a estudiar, a aprender a leer y escribir, a ser más responsable.
Todavía huyo de aquel niño que empujaban a vender pan y luego golpeaban cuando regresaba con la plata incompleta, siempre engañado por no saber contar.
Mi instinto me guía. Cruzo la frontera por tierra hasta Venezuela y consigo un vuelo a Miami, sin regreso. Despego sin mirar atrás.
Sin gimnasio fijo ni entrenador, las semanas pasan. Solo me acompañan mis puños y las ganas de enfrentar esta nueva etapa de mi vida.
Iván, ante la falta de un entrenador, contacta al mánager cubano Luis De Cuba. Este le habla del campo de entrenamiento de Nelson López, a las afueras de Miami.
Empiezo a entrenar con López. Pero Iván desaparece por meses. No me envía dinero, ni siquiera para comer. Me hundo en la depresión. La idea de quitarme la vida me ronda.
—Nelson, no sé qué voy a hacer. Este hombre me tiene como un esclavo —le confieso, con las lágrimas rodando por mis mejillas.
—No te preocupes. Esta semana compraré tu contrato —responde, conmovido. Está dispuesto a liberarme del acuerdo con Iván, aunque aún falta un año para que venza.
Nelson cumple su palabra, aunque Luis De Cuba intenta detenerlo. Ahora también es mi apoderado. Y no pierde el tiempo: me consigue una pelea.
Me enfrento a Darryl Pinckney. Lo venzo. Luego, derroto a Abloh Sowah. Mi récord sube a 23 victorias.

Mauricio Pastrana con «Don King» y su apoderado y entrenador, Nelson López.
No hay tiempo para celebrar. La agenda aprieta. Es 16 de febrero de 2000, suena la campana. Voy por el título vacante del peso Gallo de la IBA contra Jorge Lacierva.
El combate avanza: exhibo mi agilidad para esquivar golpes y contragolpear. Él también hace lo suyo. Nadie cae, no hay nocaut. Terminan diez asaltos de guerra pura. Todo queda en manos de los jueces. Escucho el veredicto: favorecen al mexicano.
No lo creo. No lo acepto. Pero el fallo es innegable: he perdido.
Mi invicto se ha ido. Mi orgullo queda herido. La derrota pesa más que cualquier golpe recibido.
Duele, pero no hay tiempo para lamentos. Estados Unidos me da otra oportunidad mundialista. Peleo contra Félix Machado por el título supermosca de la FIB. En el asalto doce, caigo en Cincinnati.
Me levanto. Vuelvo a las victorias. Derroto a Gerson Guerrero, Antonio Oliveros, Isidro García y Evaristo Primero. Ahora, estoy frente a Mike Trejo.
Me planto en el centro del ring. Lo mido. Le dejo claro que este es mi territorio. Un derechazo sólido lo sacude en el primer asalto. Su mirada me dice que sintió mi pegada.
En el segundo, trabajo abajo. Lo obligo a bajar la guardia y lo remato arriba. Trejo está en la lona. Trata de levantarse, pero sus piernas no responden.
El árbitro cuenta. Se reincorpora. Lo vuelvo a castigar. Su esquina no espera más y tira la toalla. Se acabó. Una vez más, un título es mío.
MALUDYS ME NOQUEA
Tres fotos llegan. Me toman con la guardia abajo. Vienen de manos de Maludys. Son un golpe directo al alma.
Mis hijos me miran desde el papel. Sus ojos reclaman lo que nunca supe darles: presencia.
Con el alma golpeada, intento enfocarme en lo que mejor sé hacer: sobrevivir en el ring. Sin embargo, el deseo de regresar me consume.
En Miami, la nostalgia me asfixia. Volver a casa, reconstruir lo que tantas veces destruí, formar una familia. ¿Todavía tengo derecho a soñar con eso?
Necesito buenas peleas para volver. Primero, dinero suficiente para saldar una deuda de 30 mil dólares, lo que Iván Feris me exigió para poder «divorciarme» de él. Me los prestó Nelson López, mi nuevo apoderado.
Otra vez. Otro precio alto por mi libertad, me digo.
Es 4 de abril de 2003 y el destino me enfrenta a Rafael Márquez por el título gallo de la FIB. Tras doce rondas agotadoras, por decisión de los jueces, sumo otra derrota en Los Ángeles.

Mauricio Pastrana se enfrentó dos veces con Rafael Márquez en el ocaso de su carrera.
Lo intento de nuevo contra Márquez, en pelea mandatoria, ahora en Las Vegas. Es 27 de noviembre de 2004. En el octavo asalto, un nocaut técnico por lesión me derrumba.
Mi mente sigue en la pelea, aunque mis fuerzas empiezan a dudar. Pero mi ilusión de volver a Colombia y recuperar a mi familia sigue en pie.
Perdí, sí, pero esta vez gané lo suficiente. Alcanzo a cancelar aquella absurda deuda y tomo fuerzas para llamar a Maludys y decirle:
—Quiero volver a Colombia para ver a mis hijos y que hagamos nuevamente una vida juntos. No me castigues más, por favor.
Ella, del otro lado del teléfono, acepta. Me quita la demanda. Con los recursos que me quedan, regreso a mi país. Nos independizamos.
Maludys y yo armamos nuestro hogar. Estamos juntos, rodeados de nuestros hijos. Me concentro en los entrenamientos, esperando el llamado de mi apoderado.
López me consigue nuevos combates, que vienen a sumarse a mis cinco caídas. Fallo ante Alejandro Valdez.
Es 10 de agosto de 2006. El filipino Diosdado Gabi me noquea en el primer asalto, en Las Vegas. La frustración crece.
No fue una pelea, fue un golpe devastador. Pienso que ya no tengo más que ofrecer, que mi tiempo en el ring acabó, que la vida fuera del cuadrilátero me llama.
¿Qué me espera ahí? ¿Otra pelea sin guantes? ¿O el vacío absoluto? Finalmente, me niego.
REGRESO A LA GLORIA
El dios del boxeo aún no me ha abandonado. Todavía saboreo mi regreso a la victoria del 26 de enero de 2007 ante Oswaldo Cedeño. Ahora, estoy en un cuadrilátero de Illinois, frente a Antonio Escalante.
Para muchos, soy el pasado y él, el futuro del boxeo mexicano. Me han traído como un «acabado», como «carne de cañón». Quieren que esta pelea sea mi tumba.
Octavo asalto. El árbitro inicia un conteo tras una caída sin golpe. El público abuchea, yo también estoy sorprendido. Le reclamo al hombre del corbatín, pero no me escucha. Termina de contar. Una furia incontrolable me consume.
Voy con todo. Lo mido, espero, suelto un gancho de derecha. Escalante va al piso.
La forma en que cae, tambaleante, de cara a la lona, lo dice todo. El árbitro no tiene opción: nocaut. Nadie imaginaba que, en solo segundos, todo cambiaría.
Salto de alegría. Me arrodillo, me cubro el rostro con los guantes. Las lágrimas me nublan la vista. Mi esquina me carga en hombros. Celebro a rabiar. ¡Nelson está eufórico!
La afición, enardecida, me compara aún más con Mike Tyson.
Como hace diez años contra Michael Carbajal, vuelvo a silenciar a los incrédulos. Me llevo el título supergallo de la NABO, avalado por la OMB.

Mauricio Pastrana y el famoso presentador de boxeo profesional Michael Buffer.
En Sincelejo, mi victoria 34 sigue en boca de todos y me clasifica como retador del campeón panameño supergallo de la AMB, Celestino Caballero.
La bolsa es de 15 mil dólares. Mi apoderado dice que vale el doble, pero igual me da el aval. No puedo darme el lujo de rechazarla.
Seis semanas para prepararme. Alvis, mi nuevo entrenador, dice que es poco. Aun así, acepta el desafío.
Llega el día. Alvis está en mi esquina. Caballero impone su estatura y alcance, me mantiene a distancia. Ataca sin tregua la zona media y los costados. Me va desgastando. Resisto, pero cada golpe me vacía por dentro.
De repente, el referí interviene. Me mira, analiza mi estado… Y detiene la pelea. Faltan dos minutos del octavo asalto. Decreta nocaut.
Otra vez, la derrota me atrapa con sus garras.
Levanto los brazos, protesto. Ya es tarde. Caballero celebra y yo vuelvo a sentir ese vacío helado en el pecho.
ASALTO FINAL
Es 4 de junio de 2011. Seis derrotas seguidas me ponen contra las cuerdas y me obligan a pensar en colgar los guantes.
Para sobrevivir, consigo trabajo en una llantería. Huele a caucho quemado y aceite viejo. El ruido del compresor y las herramientas me taladra los oídos todo el día. Gano unos dólares y propinas, montando y arreglando llantas. No es fácil. Es trabajo.
Un día todo cambia. La casa es un horno. El televisor suena con una telenovela mexicana. Estoy solo. Entonces, la puerta se abre de golpe.
Es uno de los siete colombianos con los que comparto techo, un boxeador sanonofrino que se la pasa consumiendo. Tiene los ojos en «sangre» y respira agitado.
—¿Dónde está mi plata? —me grita.
Me levanto del catre, desconcertado.
—¿Cuál plata?
—¡No te hagas el pendejo!
Me empuja contra la pared. Apesta a alcohol y sudor rancio. Su aliento me golpea la cara como un puñetazo.
Suelta un derechazo. Lo esquivo. Me lanza otro. Retrocedo y palpo a tientas, busco algo. Mis dedos rozan un mango frío. Lo agarro.
Cuando vuelve a embestirme, mi mano ya aprieta el puñal. No pienso. Actúo.
La policía llega y me captura. Ocho meses preso. En la cárcel no dejo de entrenar. Ocho meses preguntándome cómo llegué a esto, hasta que cumplo mi condena.

Mauricio Pastrana tuvo uno de sus peores momentos cuando fue a la cárcel.
Salgo y un promotor me contacta. Me ofrece una pelea en México. Mikey García será mi rival. Siento que esta es mi última pelea.
Acepto el combate. En el segundo asalto, estoy en la lona. Perdí. Pero esta vez, el dinero es mío: 10 mil dólares intactos. Regreso a Colombia con mi dinero en la maleta, sin que pase por manos de apoderados.
Me miro al espejo en el hotel: el ojo hinchado, los nudillos marcados. Dinero en la maleta, sin cinturón de campeón. Aquellas veces ya son solo recuerdos.
El avión despega y, con él, se va mi carrera. Un vacío me golpea en el pecho mientras regreso a Sincelejo. También una pregunta me atormenta: ¿cómo sostendré a mi familia?
La vida me responde. Maludys me da la idea: un negocio de pasteles de arroz con carne, cerdo y pollo.
Lo bautizamos El Verdadero Campeón, quizá porque, en el fondo, me aferro a seguir siéndolo, ahora más que nunca.
El negocio arranca con esfuerzo. Salgo a vender. Empujo la carreta por las calles, igual que cuando era niño. Pero esta vez, no es pan. Son pasteles.

Mauricio Pastrana y Maludys Peralta en su negocio de pasteles de arroz.
La pelea es otra, pero la necesidad sigue siendo la misma. Hoy, 3 de mayo de 2016, regreso a casa tras un día de trabajo. El teléfono suena. Atiendo.
La noticia me deja grogui: Michael, mi hijo mayor, ha tenido un accidente. Dos palabras lo sentencian todo: estado vegetativo.
No hay pelea más dura. No hay entrenamiento que me prepare. No hay campana que detenga este castigo. Cada día es más difícil que el anterior.
Siete años después, la pelea termina. La tragedia se consuma. Michael, quien desde niño soñaba con ser futbolista profesional… se ha ido.

Mauricio Pastrana y su hijo Michael (QEPD).
A pesar del inmenso dolor, sigo en pie. No sé cómo, pero sigo. El mundo avanza, y yo debo caminar con él.
Hace poco cumplí 50 años. Me declararon Gloria del Deporte Nacional y ahora recibo un pequeño estímulo del Ministerio del Deporte. Al fin, las alegrías que le di a mi país en cada batalla tuvieron algo de recompensa.
Mis mayores victorias no están en los títulos, sino en haber conocido a mis padres, en descubrirme a mí mismo, en encontrar a Maludys, la madre de mis cinco hijos. Como todas las personas y la luna, yo también tengo mis lados claros y mis lados oscuros.
Y aquí estoy, con cicatrices en el alma y en el cuerpo, pero aún de pie. Todavía disfrutando la vida.
Porque esta pelea… aún no la he perdido.

Mauricio Pastrana vive con sus cuatro hijos y su esposa Maludys en Sincelejo.