Fue en el corregimiento de Carillo, cerca del río Sinú, donde vieron al Balay por última vez. Su aparición en la corraleja, como la de los mejores toros, estaba programada para las cinco de la tarde y el Chino Tuirán, uno de los más intrépidos banderilleros de Sucre, esperaba salir victorioso de una batalla desigual. Era la tercera vez que se enfrentaba con el toro.
Tuirán no había podido vencerlo. Se encontraron por primera vez en Chochó, corregimiento de Sincelejo donde hace unos años dejó de florecer el ñame. Un testigo cuenta lo que pasó esa tarde. “Con la precisión de un cirujano el toro le arrancó una oreja a un joven que se lanzó a torearlo, le rajó una mejilla a otro, desgarró vísceras, costillas y pulmones”. Tuirán saltó a darle la pela en medio de la bulla de la gente.
El toro criollo, de cuello corto y afilados cachos, debutó en las corralejas de Los Palmitos, municipio de Sucre, en febrero de 1972. Esa tarde se ganó los aplausos y el respeto de un público que contempló, en medio del ron y la euforia de la fiesta, la aparición de una leyenda. El animal ganó fama de invencible, furibundo y codicioso. Cuentan que los 40 hombres que intentaron domarlo, motivados por la valentía que da el alcohol y la parranda, encontraron agonías hondas y dolorosas. Tan bravo fue que el emergente ganadero Arturo Cumplido se lo compró esa misma tarde a Mauricio Barguil. Quería un ejemplar único, ligero como un rayo, que sacara la cara por él como ganadero. El toro, al que llamó Balay porque la forma de sus cuernos le recordaba el recipiente ovalado donde se vierte el maíz, no lo defraudó.
A Balay también lo vieron en las corralejas de Turbaco, Cotorra, Sincelejo y Corozal, donde se enfrentó por segunda vez con Tuirán en diciembre de 1974. Esa tarde, mientras el banderillero se disponía a dar la estocada final, el pitón de su adversario le rajó el brazo menguando su fama y su honor. Inmune a sus tácticas de banderillero corajudo y letal, el famoso toro bayo, cabezón y corniabierto, se anotó otra victoria ante decenas de espectadores que aplaudían emocionados su bestialidad.
A los 35 años el Chino Tuirán era “un tipo díscolo, altanero, que hacia alarde de su valor. También era capaz de embandillerar al diablo si se le presentaba la ocasión”. Así lo describe el historiador Inis Armando Paternina. Luego de la derrota en Corozal, Tuirán tomó una decisión: matar al toro en su próximo encuentro. No lo vio en la popular corraleja del 20 de enero en Sincelejo, pero sí lo encontró en marzo en el corregimiento de Carrillo.
Tenía tres motivos para acabar con su rival: recuperar su honor, ser recordado como el único vencedor del poderoso Balay y vengarse de Arturo Cumplido, con quien, según cuenta Paternina, había tenido una fuerte discusión. “Cuando un ganadero no lo complacía con las atenciones que él quería, le perjudicaba los toros. Al Balay lo mató de mala fe, fue un acto de venganza”.
No era la primera vez que Tuirán recorría a otros medios que no fueran su bravura y su talento. Para matar a su adversario debía usar unas banderillas de hierro, largas y pesadas como los arpones con que despiadados orientales cazan a las ballenas. Luego debía esperar a que el veneno impregnara su herramienta. Existen dos versiones del proceso. La primera asegura que, siguiendo tácticas de brujería conocidas en la región, clavó durante 72 horas un sapo en la punta de cada banderilla. El sapo libera una bacteria que le quita al toro el apetito, le produce una fiebre intensa y le envenena la sangre. La segunda afirma que Tuirán sumergió las banderillas en aceite de carro quemado, una especie de veneno que desgasta los glóbulos rojos e inmoviliza el cuerpo del animal.
Los que conocen de corralejas dicen que todo sucede muy rápido. Esa tarde de 1975 no fue la excepción. El Balay tenía nueve años y el tiempo lo había convertido en un animal de peligrosa embestida e inclinación asesina. Guiado por su instinto de cazador desparramaba la vista, bajaba la cabeza y, en un movimiento rápido y preciso, levantaba sus cuernos para engarzarlos en la piel de sus víctimas.
Luego de la mortal estocada de Tuirán, el Balay, como buen guerrero, no cayó en la arena. Lo llevaron a un corral en San Pelayo, municipio vecino, para curarle las heridas con creolina y sal. Fue a los dos días, antes de regresar a la hacienda Santa Teresa –propiedad de Arturo Cumplido en Sincelejo–, cuando descubrieron que el toro ya no era el mismo. Parecía triste, cansado, no se movía, había perdido el apetito. Tres veterinarios no pudieron salvarlo.
Arturo Cumplido, dispuesto a inmortalizar a quien le había dado prestigio en las corralejas, le solicitó a Carlos Prada, profesor de química y experto en taxidermia, que embalsamara la cabeza del que hasta al momento había sido su mejor toro. Una leyenda popular afirma que Cumplido le organizó velorio al Balay y que entre el whisky y la música de banda duró un día lamentando la partida de su toro bayo.
Fue tanto el amor que este ganadero y criador de toro bravo le profesaba a este animal que le pidió al maestro Julio Abel Fontalvo Caro (Q. e .p .d.) que le compusiera una canción.
Cuando se inició en 1974 el Festival Sabanero en Sincelejo empezaron a regresar muchos de los que se habían ido de la ciudad, entre esos Fontalvo, que integró el jurado y antes de irse se encontró con don Arturo.
“La canción era a un toro, ‘El Balay’. Él (Fontalvo) anotó los datos, don Arturo le dio para los pasajes y se fue en bus para Bogotá. Antes de llegar a Planeta Rica ya tenía la mitad de letra y cuando pasaba por Medellín ya la había terminado. Ahí se quedó y la grabó con Alcides Díaz”, afirmó el periodista Alfonso Hamburger.
Escucha EL BALAY versión original
La bestia había muerto años antes a manos de un sincelejano que le introdujo unas banderillas envenenadas en venganza por la muerte de su hermano. En animal, que nació en la hacienda ‘Santa Teresa’, en Sucre, había matado a muchas personas.
“Había un toro muy rejugado, era ligero como un rayo, dicen que como ese ya no hay. Era criollo ‘cachi encontrao’ y valiente, de color bayo, por eso don Arturo le puso ‘El Balay’”, dicen la primera estrofa de la canción, que recientemente fue grabada por Beto Zabaleta.
Desde hace 39 años, en una finca a las afueras de Sincelejo, la cabeza inmortal del Balay permanece con sus cachos altos, imponentes, peligrosos, con la mirada altiva y la confianza de un campeón.
Pero una tarde, vecinos de la finca ‘San Cayetano’, a la entrada del corregimiento San Antonio, de Sincelejo, vieron a cuatro personas salir en un carro mula cargado. El miedo se apoderó de ellos. Para muchos era algo fantasmagórico, pues días antes habían escuchado que aparecía un hombre que amarraba a todo aquel que se acercara al predio.
La curiosidad era más fuerte que ese comentario que nunca pudo ser comprobado y entraron a la finca, no por la puerta, sino pasando por escombros de lo que días antes era una pared.
El ambiente era desolador: objetos tirados, muebles fuera de lugar y un Divino Niño debajo de su gruta con una sola mano en señal de victoria, la otra se la habían amputado los amigos de lo ajeno en su afanoso trasteo.
Los moradores centraron su mirada en una pared en la que desde hacía más de un lustro permanecía la cabeza del ‘El Balay’. No estaba, aquel animal no lo habían dejado descansar ni después de muerto. Lo mataron en Carrillo (Córdoba) y su cabeza, que como el mayor de los trofeos lucía don Arturo Cumplido (Q. e. p. d.), su dueño, se la habían robado.
Asombrados, los vecinos de San Cayetano, no esperaron más y llamaron a la Policía. Una patrulla llegó, recuperó algunos elementos y capturó a tres hombres y una mujer, pero ‘El Balay’ no apareció. Los capturados fueron identificados como: José Ángel Ávila Romero, Edgardo Gabriel Támara Morales, Katerine Romero Morales y Luis Simón Solano Pérez.
Los hermanos Cumplido, compungidos más por el valor sentimental que por el económico de lo hurtado, prefirieron guardar silencio. Para ellos, la cabeza de ‘El Balay’ era un monumento, una leyenda y una parte del eterno legado de don Arturo.