Desde el lugar donde se hallaba sentado, bajo un alero de la gran casona, Arturo Cumplido Sierra podía ver los cuarenta toros de lidia que se movían inquietos en los corrales de su hacienda Santa Teresa, como si presagiaran la desgracia que estaba a punto de ocurrir. El sol de la media tarde caía pleno sobre los sabanales, mientras un locutor de acento costeño vociferaba a través de un viejo radio colocado sobre una mesa de madera. La brisa de enero no alcanzaba a ahuyentar el calor, en medio del cual galopaban algunos vaqueros en los pastizales, más allá de los corrales invadidos por el mugido de las reses y el revoloteo blanco de las garzas garrapateras.
Arturo Cumplido había llegado a Santa Teresa un poco antes de las siete de la mañana en compañía de su esposa Doña Arinda. Ese domingo, 20 de enero, no era un buen día para el ganadero. Desde hacía varios años, los toros de Arturo Cumplido eran toreados cada 20 de enero en la corraleja de troncos y tablas que se levantaba en el sector de Mochila, barrio cercano al centro de Sincelejo. Esa fecha era considerada el principal día de las Fiestas del Dulce Nombre de Jesús, que iban del 19 al 23 de enero.
Pero ese año, 1980, la Junta de las fiestas se había empeñado en que los toros de Don Pedro Juan Tulena, otro reconocido ganadero de la zona, remplazaran a los de Cumplido en la plaza, en la que hasta la noche anterior se escuchaba el incesante martilleo de los carpinteros encargados de levantar los últimos palcos. Los cuarenta toros que no pudieron ir a esa corraleja pastaban frente a los ojos del ganadero, al tiempo que el locutor anunciaba que una repentina nube negra cubría la enorme construcción de madera. Años después, no son pocos los que juran por Dios que en el resto de la ciudad, el sol brillaba como en los mejores días de verano. Los animales de Arturo Cumplido habían amanecido inquietos ese día. Movían sus patas y sus cabezas de afiladas cornamentas, y mugían y chocaban unos contra otros.
En Sincelejo, entre tanto, gruesos goterones se desgranaron sobre la plaza de cuatro palcos en la que las papayeras y las bandas no dejaban de tocar, animados por la gritería infernal de los aficionados que ese día no dejaron espacio para un alma más. Las botellas de ron y whisky iban y venían, mientras unos 300 manteros le hacían quites a los tres toros negros que correteaban en el centro de la plaza.
La lluvia había formado charcos y barrizales en el círculo blanquecino del circo de madera. Cientos de personas se amontonaban en los palcos de la corraleja. Gritos, música y licor llenaban el lugar. El agua caía a chorros desde el tejado de zinc que coronaba la plaza.
Pero la llovizna no fue impedimento, para que el público amante de la fiesta brava, llegara a presenciar la tarde de toros, y no era para menos, se trataba del 20 de enero, día que representaba una de las fiestas más grandes del país “el dulce nombre de Jesús”. Ese día, los palcos construidos en la Plaza Hermógenes Cumplido, estaban a reventar, “no cabía una alma más”, a pesar que la torada no sería del reconocido ganadero Arturo Cumplido Sierra, quien históricamente acostumbraba a soltar sus animales en la plaza del toro bravo. Pero el exceso de público en la corraleja hecha con madera hizo que el terreno cediera.
Un poco después de las cuatro de la tarde, se derrumbaron, igual que castillos de naipes, unos cuarenta metros de palco, arrastrando al gentío que no tuvo tiempo de reaccionar. Muchos murieron sin alcanzar a percatarse de lo que pasó.
Blas Piña, periodista, escribió en uno de sus artículos, “el día del desastre había mucha expectativa, la gente quería saber si los toros de Pedro Juan eran mejores que los de Arturo, y por eso había sobrecupo y de un momento a otro, se vino un inesperado aguacero que movió las bases de la corraleja y parte de los palcos se vinieron abajo”.
Otros cuarenta metros de la construcción, que quedaron sin soporte, comenzaron a caer lentamente. El ruido de la lluvia al chocar contra el techo de zinc ahogaba los gritos. Los tres toros negros permanecieron estáticos en el centro de la plaza, mientras la gente corría despavorida. La escena era apocalíptica. Hombres, mujeres y niños quedaron tirados en medio del barro, bajo el pesado maderamen. Otros se movían como fantasmas en medio del caos. El hospital y los centros de salud no estaban preparados. Hileras de muertos y heridos permanecían tirados en los pasillos y andenes, irreconocibles, debido al fango que cubría los cuerpos.
«El palco se fue cayendo lentamente, como empujado por el aguacero. Sentía que iba sobre varios cuerpos humanos que gritaban sin parar, y tras quitarme varios listones de la cabeza corrí hasta el cansancio, sin sentir ningún dolor. El pánico me tenía anestesiado y buscaba afanosamente donde llegar. Estaba como sonámbulo y solo vi la realidad cuando llegué al hospital donde tuve que caminar sobre varios cadáveres envueltos en lodo y tendidos en los pasillos. Solo entonces me di cuenta que una tabla había roto mi antebrazo izquierdo, pero podía levantarlo. Me acerqué a una enfermera en busca de atención, me dijo que más bien me pusiera la bata para que trabajara; y así sucedió: en un minuto pasé de paciente a galeno», relató Filadelfo Pérez Pérez, quien días antes había iniciado sus prácticas en ese centro asistencial. Hoy es médico en el Hospital Universitario, y uno de los sobrevivientes de la tragedia.
María Elvira Moreno Gómez, para ese entonces de 28 años, pensaba que su esposo José Cruz Orobio Solarte, de 48, era uno de los heridos de la corraleja o por lo menos eso le dijo un vecino, aunque para ella era imposible porque el padre de sus 5 hijos no era amante de la fiesta brava.
“Yo estaba lavando y sentía como algo raro, cuando de pronto se me volteó la ponchera de la ropa sin más ni más y me dio una cosa maluca, como un viento malo y empezó a llover pero duro, después me avisó una vecina que Cruz estaba en el hospital”, aseguró.
Recuerda que caminó varios minutos para encontrar a su esposo, pues debía pasar con la punta de los pies todo el lugar para no pisar a los difuntos que estaban regados en el lugar. “José murió asfixiado, su cara estaba igualita”, dijo.
Esa noche, buena parte de los habitantes de Sincelejo se dedicó a buscar a sus muertos con una linterna en la mano y una plegaria en sus labios. Las funerarias de la ciudad se quedaron sin cajones. Los campesinos de las veredas cercanas echaron a sus finados en caballos y camperos y desaparecieron por las trochas y carreteras que llevan a la sabana.
Nadie sabe a ciencia cierta el número de personas que murió aquella tarde trágica en Sincelejo. Los datos mencionan más de 300 muertos. Lo cierto es que una fila interminable de ataúdes llevados a pulso por miles de personas sollozantes colmó al día siguiente, de nueve de la mañana a seis de la tarde, la avenida que conduce al cementerio.
“Las enfermedades más recurrentes eran la gangrena, lesiones de la columna y ostiomielitis por lo que aún tengo pacientes de aquella época. Muchos se han recuperado, pero otros se ganan la vida pidiendo limosna o vendiendo boletas en sus sillas de rueda”, dijo.
“En ese momento no pude entender porque los toros no atacaban a la gente, pero poco tiempo después, comprendí que no lo hicieron por el intenso olor a sangre que se esparcía en el lugar”, expresa un poco nostálgico, Santos Espinoza, un periodista testigo.
El periodista Alfonso Hamburger detalla los mitos que con el tiempo se crearon alrededor de aquel drama monumental. Esa tarde debía ser para los toros de Arturo Cumplido, como era tradición todos los 20 de enero. Sin embargo, por primera vez le terminaron dando la jornada a los animales del ganadero Pedro Juan Tulena. La leyenda dice que por eso se cayeron los palcos. A la pregunta de un periodista sobre de quién era la culpa de la tragedia, el gobernador de Sucre entonces respondió: “Será Dios”.
ARTURO CUMPLIDO SIERRA
Arturo Cumplido mostró su pasión por los toros desde los 10 años cuando llevaba esos animales por caminos y montañas cercanas a Sincelejo en la vía a San Antonio de Palmito.
Posteriormente, como adolescente, llegó por cuestiones del destino al barrio Petaca de Sincelejo, donde descubre el arte de la ebanistería de la mano de Canuto Brieva, quien lo guía para que inicie trabajando como peón de brega la carpintería. Posteriormente vendió manteca en botella, chorizo y jabón por las calles.
Así comenzó Arturo Cumplido su actividad independiente a principios del siglo pasado con la contratación de cuadrillas de trabajadores para el transporte de madera hacia la finca Santo Domingo cerca de Caimito.
«El gran emporio de riqueza la empieza a forjar cuando propone a Luis Arturo García, gerente del Banco Nacional de Sabanas, el préstamo de 5 mil pesos para hacer viajes de madera. Así compra toneladas de madera que acumula e inicia la elaboración de mesas, poltronas, escritorios y camas . Y compra sus primeras tierras», afirma el historiador y abogado sincelejano Inis Amador Paternina.
Igualmente compra de tierras, siendo su primera adquisición la finca las Puas; también adquiere El Cortijo, en Sincelejo, predio que luego la administración le compra al ganadero para construir uno de los primeros barrios del Inscredial.
En el 2009, don Arturo Cumplido se despide del mundo de las corralejas en las fiestas del 20 de enero en Sincelejo.