Mauricio Pastrana escarba en su memoria y nos lleva al corazón de su historia, donde el boxeo le dio gloria y le reveló el rostro de sus padres.
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CAPÍTULO II
ÁNGEL MIGUEL PÉREZ MARTÍNEZ.
Un eco de carcajadas retumba en el frío mármol del lobby de un hotel. Mi esquina y yo reímos del calvario que pasé para dar el peso.
En medio de las risas, mi mirada se pierde en el reflejo de las lámparas del techo. En un parpadeo, mi mente proyecta imágenes fugaces: me veo escupiendo sin parar, ahogado en sudor, metido en una sauna hasta el límite de lo soportable.
Vuelvo a la realidad y observo a una señora subiendo lentamente las escaleras de la entrada. Su rostro demacrado hace insignificante mi sufrimiento.
Inmediatamente, meto la mano en el bolsillo y saco un billete de 5 mil pesos para dárselo. Ella alcanza a ver mi gesto y sonríe:
—No, joven. No vengo a pedir plata, vengo a preguntar por el boxeador Mauricio Pastrana.
Mi esquina y yo nos miramos, sorprendidos, a punto de soltar otra carcajada.
—Sí, doña. Dígame, soy yo. ¿Qué se le ofrece?
—Necesito hablar contigo, algo personal —dice, mirándome a los ojos.
—Claro, hábleme con tranquilidad. Ellos son de mi entera confianza.
La invito a sentarse y a tomarse una gaseosa.
—Mauricio, yo te ando buscando porque soy tu mamá.
El tiempo se detiene. No respiro. No sé si la oí bien.
Miro a mi esquina, buscando confirmar que esto es real, que no es otro golpe de la deshidratación.
Pero ella sigue ahí, esperándome.
—¿Mi mamá…? —susurro.
—Sí —me dice.
Algo dentro de mí se rompe.
Sin pensarlo, la abrazo con fuerza. El aire se llena de sollozos.
—Madre, esto me hace muy feliz. Conocerte en vida es la mejor de mis victorias.
—Cuando te tuve, apenas tenía 13 años. Mis hermanas me dieron la espalda y, con un bebé, no me daban trabajo. No tuve opción. Te dejé con unos vecinos porque creí que te iban a criar bien.
No la juzgo. Su rostro se ilumina. Algo en ella sana, aunque el desgaste de la vida aún marca su piel.
La invito a almorzar y acepta con alegría. La visita pasa rápido y, antes de que termine, le entrego dinero, cuatro veces más de lo que iba a darle cuando pensé que era una limosnera.
Nos despedimos. Se aleja con más que dinero: paz en su alma. Lleva comida y seis tiquetes para la pelea.
El eco de sus palabras, “Mauricio, yo soy tu mamá”, retumba en mi mente. Mi esquina me observa en silencio, respetando el momento.
Amanezco ligero, como si me hubieran quitado un peso. Algo dentro de mí encaja por fin en su lugar.
La jornada transcurre casi sin darme cuenta. Anochece, ya estoy listo, con los puños ansiosos por subir al ring.
“Un invicto de catorce peleas, doce ganadas por nocaut, es su récord en el ranking mundial de los minimosca, con cinco años como profesional”, expresa el locutor presentándome ante el público.
La campana suena, y su eco metálico se extiende por todo el coliseo ‘Happy Lora’ de Montería. Es viernes 16 de agosto de 1996. Peleo en mi tierra, pero aquí soy un desconocido.
El ídolo local es Luis ‘Trencito’ Doria, mi rival de esta noche. Aunque el público está de su lado, no estoy solo. En las gradas, una barra liderada por mi madre me alienta con todas sus fuerzas.
Voy por su título interamericano de las 108 libras.
Camino por el cuadrilátero con confianza, actitud y coraje. Mis puños lo castigan sin tregua, pero él sigue en pie. ¿Cómo es posible? Me sorprende su resistencia.
Llega el momento exacto: le conecto un recto al mentón. Lo veo caer a la lona. El árbitro cuenta, y él ‘resucita’ sin sentido.
Es el séptimo asalto, mis golpes lo están destrozando. Lo tengo acorralado, lo sé. De repente, decide girar sobre sus pasos y regresa a su esquina. Abandona el combate, y el público estalla en aplausos.
“Pastrana no solo confirma su estatus como promesa del boxeo colombiano, sino que gana el derecho de enfrentar al monarca mundial de la FIB, Michael Carbajal”, dice un periodista.
El comentario lo deja claro: todo lo que he sufrido ya me tiene listo para enfrentar a Carbajal.
La noticia le llega rápido, él se niega a pelear. Su rechazo me desconcierta. No hay explicaciones, solo silencio.
La espera me carcome. No hay nada más que pueda hacer. Hasta que Don King interviene. Da un manotazo en la mesa, compra la pelea en subasta y se convierte en mi promotor.
DE ÍDOLO A RIVAL
Y llega el día: 18 de enero de 1997. El Thomas & Mack Center en Las Vegas es el escenario donde enfrentaré al hombre que me inspira a ser campeón mundial. Lo admiro tanto que bauticé a mi hijo mayor con su nombre, Michael. Pero ahora es mi rival.
Las luces caen sobre el ring, enceguecedoras. Respiro hondo. El aire se siente denso, cargado de expectativa. La pelea está pactada a 12 asaltos. No soy el favorito, lo sé. «Eso nunca me ha detenido», pienso.
He estudiado cada uno de sus movimientos en video. Mi entrenador, Celso Chávez, me insiste en ser más técnico y preciso. Carbajal tiene una pegada letal, no puedo caer en su juego. Debo ser más rápido, más astuto.
Suena la campana. Avanzo con cautela, midiendo la distancia. Carbajal impone su estilo, lanza sus golpes con fuerza y experiencia. «Yo no estoy aquí para aguantar castigo», me digo. Mi velocidad es mi mejor arma.
Me muevo, esquivo, lo frustro. Su derecha busca mi rostro. Me adelanto con un jab al mentón. Responde con un gancho al hígado que me sacude. No retrocedo. No vine a sobrevivir, vine a ganar.

El rey de los minimoscas de la FIB, Michael Carbajal se enfrenta a Mauricio Pastrana.
Mi esquina me ordena lanzar jabs sin parar. En el tercer asalto, lo tengo sentido y estoy listo para noquearlo, pero algo en mi instinto me advierte: aún está entero y golpea fuerte. Decido frenar.
Huele a sangre. No es la mía. Su párpado izquierdo sangra. En la televisión insinúan un cabezazo, pero sé que fue un gancho de derecha.
Termina el undécimo asalto. Iván Feris, mi apoderado, se acerca y me dice:
—Estás a tres minutos de ser campeón mundial.
—Ahora él va a venir con todo para noquearte.
Llega el último asalto. Cada golpe cuenta. Conecto dos certeros. La campana suena y mis brazos se elevan. Sé que lo he derrotado.
El presentador lee las tarjetas. Dos segundos eternos. Finalmente, pronuncia las palabras:
—The new champion is… Mauricio Pastrana.
Por un instante, el mundo se detiene. Luego, estalla.
Mi esquina celebra a rabiar. Soy el nuevo campeón mundial.
Me alzan entre gritos y aplausos. Mis lágrimas amenazan con salir, pero las contengo. Ya he llorado mucho.
Iván me abraza fuerte.
¡Colombia está feliz!

Mauricio Pastrana sorprende y destrona a Michael Carbajal
Al otro lado del ring, Carbajal asimila la derrota. Me acerco y lo saludo. En la entrevista, declara que iría a mi país por la revancha.
El narrador de la pelea televisada dice: «Pastrana abrumó a Carbajal del sexto al décimo asalto, y luego logró aguantar mientras Carbajal intentaba regresar con un cambio de estilo en los últimos dos rounds».

Mauricio Pastrana con su primer cinturón mundial.
Aún con el eco de la victoria en mi cabeza, aterrizo en Barranquilla. Los flashes me ciegan, los micrófonos me rodean.
En plena entrevista, un periodista irrumpe:
—Mauricio, te trajimos un invitado especial. José Padilla Rivera, tu papá.
Me giro y veo a un hombre de rostro curtido por el trabajo en el campo.
—Campeón, soy tu padre —dice con voz temblorosa y mirada ansiosa. Me abraza.
Lo observo en silencio, sorprendido. Una sonrisa se me escapa.
—¡Qué sorpresa tan grande! —digo. Le devuelvo el abrazo con la misma nobleza con la que abracé a mi madre Luz Marina aquel día en el hotel.
Ya apartados de la multitud, me cuenta:
—Conocí a tu madre en una vereda de San Carlos, Córdoba.
—Sí, ella me lo dijo —respondo.
—Llegué a trabajar a una finca, ella vivía allí. Era una niña. La enamoré y quedó embarazada. Luego, se fue para Montería…
EL PRECIO DE LA GLORIA
Tras la victoria, me encuentro en Panamá, junto a una piscina que refleja el cielo azul. La gloria, que antes me llenaba de alegría, empieza a convertirse en una amenaza. Estoy al borde de mi perdición.
Mientras intento encontrar equilibrio aquí, al otro lado del ‘charco’, en Miami ya presentan oficialmente mi primera defensa. El vocero de Don King anuncia:
—Ha comenzado el conteo regresivo.
El combate está programado para el 10 de mayo de 1997. Mi retador: Manuel Herrera.
—Pastrana no asistió porque está entrenando intensamente en Ciudad de Panamá, junto a su director técnico, Celso Chávez —declara el representante de mi promotor.
Iván, desde Colombia, dice a la prensa:
—Viajará a Miami una semana antes del combate.
Encubre la realidad. Yo sigo celebrando, y el tiempo para preparar mi defensa se hunde junto con mi objetivo.
Llega el pesaje. Iván improvisa una excusa:
—Tiene una inflamación en los testículos.
Félix “Tuto” Zabala, apoderado de Herrera, no tarda en responder:
—Todo es una patraña. Pastrana no puede dar el peso.
La FIB me despoja del título y ordena un combate entre Herrera y el indonesio Anis Roga. Pelean. Empatan. El título sigue vacante. Los periódicos del 31 de agosto de 1997 lo confirman.
Don King no tarda en moverse. Desde su escritorio, logra que una Corte Federal ordene a la FIB devolverme la vacante. Herrera me reta. Esta vez venzo a la báscula. Bajar cada gramo casi me cuesta la vida. Nos enfrentamos. Lo noqueo y recupero el título.
Pero en este deporte, la gloria dura poco. Las victorias se celebran brevemente, porque siempre hay otro desafío.
Es 30 de abril de 1998. Las páginas deportivas lo anuncian: hoy defiendo mi título mundial en Fort Lauderdale. Mi rival: Anis Roga, el retador mandatorio.
El escenario no podría ser mejor: el ring sobre la arena, el mar de fondo. La multitud murmulla, vitorea.
Suena la campana. Solo quedamos Roga y yo.
El combate avanza rápido, no durará mucho. En el cuarto asalto conecto el golpe definitivo. Roga cae. El árbitro detiene la pelea. Mi nuevo nocaut queda sellado y mi corona permanece conmigo.
Sigo invicto. Ahora son 18 victorias, 16 por la vía del ‘cloroformo’, como le llama la prensa.
DEFENSA FRUSTRADA
El cinturón mundial de los Minimosca brilla más que nunca. Con él en mis manos, mi próximo rival ya está claro: Carlos «El Puas» Murillo, un panameño temible.
Mi segunda defensa está fijada para el 29 de agosto, pero antes tengo que enfrentarme a un enemigo que nunca me da descanso: el peso. Es el precio de permanecer en esta división.
El infierno de las 108 libras regresa, un tormento antes de cada pelea. Mi cuerpo está al límite: seco, sin un gramo de grasa. Mis músculos son como los de un gallo de pelea. Mi corazón apenas late a 35 pulsaciones por minuto en reposo.
El tiempo se detiene mientras me vigilan y me pesan sin descanso. Apenas me arriesgo a beber un sorbo del grifo en el baño, cuidando de no ser descubierto. De pronto, alguien llama con una noticia que me golpea como un puño: el pesaje, programado para las 5 de la tarde, ha sido adelantado para las 11 de la mañana.
Faltan horas. «Varguitas», a quien traje como mi entrenador para esta pelea, corre a pesarme. Ya no queda orina ni un solo vello en mi cuerpo. Subo a la balanza con cautela, sintiendo que mi propio peso es una sentencia. El resultado es devastador: 300 gramos de más, fuera de la división.
—Es solo medio litro —dice Iván, mi apoderado, con tono provocador. Propone una medida radical: sacarme sangre para dar el peso.
Mi entrenador explota: —¡No, señor! A Pastrana no me lo tocan para cometer semejante irresponsabilidad. Primero me tienen que matar.
¿Podría perder medio litro de sangre y seguir en pie?
—Que se pierda el título —sentencia “Varguitas”, desafiante y salvándome de la muerte.
Iván ofrece 20 mil dólares al representante de Murillo para que acepte mi sobrepeso y autorice la disputa del título. La oferta es rechazada, y solo queda esperar el momento decisivo.
Frente a la báscula, siento que todo está en juego. Respiro hondo y, descalzo, me subo al frío metal. Lo hago con cautela, como si eso pudiera cambiar el destino. El número en el visor lo dice todo: mi corona se desvanece entre mis piernas sin haber pisado el ring.
Salgo del pesaje con rabia y resignación. El título queda vacante, pero la pelea sigue en pie. Aunque ya no haya una corona en juego, esta pelea significa mucho más para mí.
La multitud aplaude mientras subo al cuadrilátero. Suena la campana y comienza la pelea. Cada golpe lleva mi frustración contenida y el esfuerzo de semanas de sacrificio. En el noveno asalto lanzo un último golpe y consigo el nocaut. Mi brazo derecho se alza, rindiendo honor a mi propia valentía.
Tras mi presentación, el apoderado del venezolano José Bonilla se acerca a Iván y firma conmigo una pelea por el título mundial de las 112 libras de la AMB. Es un alivio, aunque no borra la frustración por haber perdido mi corona Minimosca.
En Colombia, la desilusión por no haber retenido el título Minimosca me sigue a cada paso. Solo encuentro refugio en los entrenamientos en la fría Bogotá para el combate contra Bonilla, fijado para el 3 de octubre de 1998.
La fecha se acerca. Junto a mi equipo, voy rumbo a Barranquilla para unos días de concentración. La preparación ha terminado. Mañana viajamos a Venezuela en busca de una hazaña.
“Esta noche puedo ser el primer colombiano con dos títulos mundiales”, me digo, mientras Iván me guía al ring.
Bonilla también se acerca al cuadrilátero. Está decidido a recuperar el título Mosca, algo que considera suyo, que le robaron cuando enfrentó al argentino Hugo Soto, quien luego enfermó y dejó el cinturón vacante.
Van dos asaltos. Sin arriesgar demasiado, descubro el estilo de mi oponente. Ahora intercambiamos fuertes golpes; así transcurren otros siete asaltos, pero ninguno logra imponerse; la pelea sigue equilibrada.
Último asalto. El dominio sigue en mis puños. Derribo a Bonilla, como en los dos rounds anteriores. Suena la campana, el juez me declara ganador. Nadie cuestiona la decisión: soy el nuevo campeón mundial mosca de la AMB.
Vuelvo a Colombia con la satisfacción latente. Me instalo en casa de una de mis amantes, en Ciénaga de Oro, Córdoba. Su familia me recibe con calidez. Me permito un instante de tranquilidad.

Mauricio Pastrana le gana a José Bonilla en Venezuela y se convierte en campeón de la AMB.
DECEPCIÓN Y GLORIA
Sin embargo, la realidad no tarda en alcanzarme. Como siempre, después de cada pelea, Iván me «presta» apenas un poco de lo que me pertenece. El dinero se esfuma rápido. Cuando menos lo espero, no me queda un solo billete en el bolsillo.
Cada día vuelve a ser una batalla. Necesito otra pelea. Lo sé. Nos mantienen con lo justo para que nunca dejemos de querer subir al ring. Es el juego de los apoderados, y estoy atrapado en él.
En medio de esta rutina, Iván me llama. Hay una oferta sobre la mesa. Mi rival obligatorio, Hugo Soto, en Argentina. Bolsa: 30 mil dólares.
—¿No firmamos con Don King por 100 mil dólares cada defensa? Además, soy el campeón. ¿Por qué tengo que ir a su país a pelear?
—Así están las cosas —responde Feris, sin inmutarse.
—Si es así, no peleo. Que se pierda el título, entonces.
Otro título mundial vacante. Pero esta vez, sé con certeza que mi apoderado me está robando.
La decepción me consume. Las peleas de gallos llenan el vacío que dejó el boxeo. A veces salgo a trotar, pero con cada zancada siento que me alejo más del ring.
El sol calienta otra mañana de marzo de 1999. Un día como cualquier otro. Hasta que escucho a alguien preguntar por mí a un vecino.
Me asomo a la ventana. Es Alonso Madrid. Mi preparador físico.
—Hola, Pastrana. ¿Qué haces escondido por acá? —saluda con un tono entre reproche y sorpresa.
—Descansando tranquilo, profe.
—Deberías estar en el gimnasio en Sincelejo. ¿No sabes que en ocho días tienes pelea por el título mundial en Cartagena?
La frase me golpea como un derechazo.
—¿Qué? Nadie me dijo nada… Y estoy pesando 140 libras.
Mi «suegra» interviene desde la cocina:
—Él no va a pelear así, eso es peligroso.
Madrid ni la mira.
—Vamos a Sincelejo y hablas con Iván para que aplacen el combate.
Antes de que pueda responder, mi «conquista» mete la cuchara:
—Pastrana, ¿qué vamos a hacer de desayuno?
Madrid saca unos billetes.
—Toma, para que desayunemos.
Cuando ellas se van a la tienda, baja la voz.
—Son 10 millones de pesos. «Guapito» Torres no tiene gran cosa. Y si pierdes, no importa. Esa no es tu categoría.
—Pero estoy muy pasado de peso.
—No te preocupes. Esta pelea está pactada en 115 libras y otras veces te he bajado más.
—Bueno, pero préstame algo para dejar en la casa.
Madrid me da 50 mil pesos.
—Diles que vas a Sincelejo a buscar ropa y regresas en la tarde.
Madrid me lleva al hotel Panamericano. La gente me saluda en la calle:
—Campeón, ¿cómo estamos para la pelea del sábado?
Me dejo llevar. Disfruto de la admiración. Iván aparece de golpe y ordena a Madrid que me traslade de inmediato a Cartagena.
Horas después, en el gimnasio ‘Chico de Hierro’, poso para la prensa. Escucho murmullos:
—Está gordo.
Madrid replica:
—Pastrana es un boxeador de 108 libras y peleará en 115, por eso lo ven más grueso.
«Kid Rapidez» me pide trotar 40 minutos. Corro unos metros y me pierdo entre las sombras. O eso creo. Pasa un rato y mi nuevo entrenador le pregunta a un bicitaxista que va pasando, si me vio en el camino. El hombre le dice que no y señala unas matas, donde me descubre escondido.
Es martes 30 de marzo de 1999. Estamos a tres días de la batalla ante la báscula y mi cuerpo no responde. Solo he bajado 10 libras. Falta demasiado.
Las bebidas de Madrid no han logrado el milagro que Iván espera para evitar el pago de una multa de 15 millones de pesos. Me someto a otro día de diuréticos y una eternidad frente al aire acondicionado para deshidratarme. Amanece y, enseguida, me pesan. Estoy 8 libras por encima de la división, y faltan pocas horas para el pesaje oficial.
Con dos libras de más, me coloco frente a la báscula. Me cubren con la toalla. Nadie nota sus dedos sutiles bajo la plataforma. Un empujón casi imperceptible. La aguja baja.
¡Milagrosamente, doy el peso!
El apoderado de «Guapito» le dice a Iván que no vio bien el visor. Iván me aparta, casi con un empujón, y me pide que beba rápido mi Gatorade antes de responderle: —Yo no soy el comisionado, es él —dice con ironía, señalando al hombre de gafas, delegado de la Organización Internacional de Boxeo. Todos salen rápido de la sala, y el entrenador rival se queda mirando un chispero.
Tras el incidente en el pesaje, finalmente llega el día de la pelea. Aún con esa expresión de duda en su rostro, el apoderado aparece con «Guapito» Torres, un rival durísimo. La pelea comienza y me impongo desde el primer asalto.
En los primeros cuatro rounds, contragolpeo con mi jab punzante, aprovechando la ventaja que me da mi estilo. Me siento seguro, dominando el ring.
El quinto asalto viene a cambiarlo todo. En un intercambio, «Guapito» Torres me conecta un golpe que me manda a la lona por primera vez en mi carrera profesional. El golpe me explota en la mandíbula y, antes de entenderlo, estoy en la lona. Todo da vueltas. Los gritos se filtran como un eco lejano. Me aferro a la única certeza que tengo: levantarme. Me cuesta, pero me levanto rápido y sigo adelante.
Es el sexto round y empiezo a sentirme fatigado. «Guapito» me está presionando constantemente, no me da respiro. Cada respiro es fuego en mis pulmones. «Guapito» me acorrala y las piernas me pesan como si estuviera corriendo en arena. Los brazos me duelen, pero no puedo bajar la guardia. No ahora.
«Kid Rapidez» me grita que ataque abajo. Es la señal. Le obedezco sin pensarlo: suelto un gancho a la pierna de «Guapito» para debilitarlo. El árbitro está mal ubicado y no se da cuenta.
Suena la campana. Termina el asalto. Me dejo caer en el banquillo y respiro hondo. «Kid Rapidez» me agarra la cara con fuerza. —¡No te quedes quieto! Muévete y suelta el jab.
Siento cómo me aflojan el cordón de la bota. Me pasan una toalla por la nuca y el agua resbala por mi pecho. Falta poco para empezar el nuevo asalto.
—Si se te viene encima —dice «Kid Rapidez», inclinándose hacia mí—, haz como que te tumba y bota el protector al piso. Cuando reinicie la pelea, le muestras al árbitro que no lo tienes. Gana aire.
El plan funciona. Detienen la pelea, piden que me coloquen uno limpio y aprovecho para recuperar el aliento. Sé que estos segundos pueden salvar la pelea.
Otro asalto se va a la historia. Me dejo caer de nuevo en el banquillo, el pecho sube y baja rápido. Alguien forcejea con las vendas de mis guantes.
—Si estás sentido —escucho la voz de «Kid Rapidez», firme, cerca—, levanta las manos. Muestra que se te soltó el guante. Yo me encargo.
Cierro los ojos un instante y respiro hondo. La campana suena otra vez.
En el décimo asalto, me estremece con un golpe, pero no logra rematarme. Me muevo por los costados, a mi estilo, y me amarro en algunos momentos, algo poco habitual en mí, todo para sorprenderlo.
Mi ofensiva llega en ráfagas y, a pesar de los esfuerzos de «Guapito», logro desconcertarlo. La pelea llega a su fin.
El campanazo final me encuentra a punto de ahogarme con las bocanadas de aire y las piernas a punto de ceder. Sé que no fue mi mejor versión, pero fue suficiente.
«Pastrana lució lejos de su real dimensión, pero le alcanzó para vencer por puntos al venezolano Edinson ‘Guapito’ Torres y agregar un cuarto título mundial a su carrera boxística», dice la prensa.
A pesar de mi 1.65 de estatura, me siento inmenso por haber alcanzado una corona más. No sé si la merezco, pero es mía.

Mauricio Pastrana derrota en Cartagena a «Guapito» Torres, casi sin entrenar.